viernes, 21 de diciembre de 2012

EVOCACIONES DEL SÁBADO SANTO CON ACENTO LEJANO



Hay en mi familia quien no tiene inconveniente en decir que yo les he enseñado cuanto saben de la Semana Santa de esta tierra. Eso es algo que habría que puntualizar, solamente disculpable por la ceguera que produce el cariño y, también, por esa tendencia a la exageración que tenemos los andaluces.
De todas formas, en este momento voy a hacer como que lo creo. Y voy a hacer así porque en el amanecer de este año, en casa nos hemos encontrado con el regalo de un niño que el Sábado de Pasión fue bautizado a los pies de un paso de palio y que el Sábado Santo ingresó en nuestra Hermandad. Aquel mismo día, el Señor Arzobispo le impuso la medalla durante la visita que, como es costumbre en él, nos hizo con motivo de la Estación de Penitencia que la Hermandad realizaría aquella misma tarde.
Este niño verá muchas cosas. Formará parte de un eslabón más en el discurrir de generaciones cofradieras que custodian este patrimonio inmaterial que es nuestra Semana Santa. Él y muchos otros serán los protagonistas de todo cuanto ocurra pasado un tiempo. Pero para que lo hagan como tiene que ser, será preciso que nosotros, como también tiene que ser, les enseñemos lo que sí y lo que no, lo que conviene y lo que sobra, lo que es esencial y lo superfluo. En una palabra, será preciso que les transmitamos eso que se llama criterio.
Después, que vayan haciendo lo que crean apropiado y así la Semana Santa seguirá siendo fiel a sí misma: inmutable y cambiante, embrujadora, íntima, misteriosa, entrañable, personal y yo diría que, también, intransferible.
Por eso, pensando en lo que dice mi familiar y derrochando vanidad, quiero dedicar a ese niño de quien hablo todo cuanto ahora diga y ya para siempre creeré que la primera vez que ha oído hablar de la Semana Santa ha sido algo dicho para él, como si sólo a él se le contase.
Como si se pudiese contar el sentimiento...

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Mi infancia no son recuerdos de un patio de Sevilla. Sí un cañamazo de callejas con nombre propio: Mesón, Arriba, Abajo, que iban a confluir a una plaza, la del Romero, donde estaba la casa familiar. Estoy hablando de Alozaina, en plena sierra malagueña.
También evoco una Semana Santa, la de allí, y viene a mi memoria una Hermandad de la Vera Cruz, de la que formaba parte mi padre, y otra del Silencio. Recuerdo a personas vestidas de Apóstoles y un fuerte y alegre repique de campanas en la mañana del entonces llamado Sábado de Gloria, mientras mi madre, gozosa, nos trasmitía la alegre noticia: "Ha resucitado el Señor..."
Luego, mi familia marchó lejos. No soy plenamente consciente de cuánto pudo significar este distanciamiento, lo que sí sé es que, en cuanto fue posible, fuimos volviendo a las raíces. A los catorce años, y por cuestiones de salud, estaba yo en Córdoba reencontrándome con la sonoridad de un habla, con la normalidad de unas costumbres y de unos usos, que, recluidos en el entorno familiar, siempre me habían sabido como a algo raro, singular. A orillas del Guadalquivir todo lo que hasta entonces me había parecido diferente se me apareció como cotidiano. No es cuestión de pormenorizar, pero resulta difícil glosar ahora la alegría que me proporcionó este reencuentro, el agradecimiento que sentí hacia mis padres por haber conservado, siquiera para nosotros, ese bagaje cultural que habían llevado consigo al salir de Andalucía.
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Para mí, la Semana Santa, como la Navidad, es una festividad muy dura desde un punto de vista puramente afectivo. Porque son momentos de recuentos. De quienes estuvieron y no están, de quienes amaban tremendamente a esta cofradía y éste es el primer año en que ya faltan. Y digo "ya faltan", porque para ellos la vida ha cerrado un capítulo. Los tengo por momentos duros, porque nosotros también tenemos que serlo, porque, sin renunciar para nada al recuerdo doloroso y entrañable, hemos de mirar adelante y celebrar con alegría el que estemos aquí de nuevo, que sigamos juntos los que estamos. Es la fiesta de los que somos sin por ello renunciar a los que fuimos, el momento de echarle cara a la vida con los nuestros, con los de ahora. Sin olvidar a los que nos dejaron, pero sin nombrarlos siquiera, cada cual ya lo hará por su cuenta. Y sin miedo a las lágrimas, que si aparecen, y terminarán apareciendo, todos sabremos a quienes están evocando.
En el fondo, es la vida que pasa, la vida hecha historia cotidiana, pues si en verdad hay quien falta, y de qué manera se nota, también está quien ha llegado, quien está pidiendo su sitio y dentro de nada no lo tendrá  ni que pedir, ya se lo habrá  hecho. Es la vida, la nuestra. Y no se va, simplemente transcurre.
Una de mis más profundas razones para venir es egoísta. Vengo al reencuentro conmigo mismo, con lo mío, con la que ya es mi gente. A constatar los cambios, a ver cómo los años van pasando por todos, a conocer a los nuevos, a añorar a los que no están porque no han podido venir esta vez o porque no van a estar más. Y todos esos cambios, todo ese ir y venir, toda esa vida, en suma, los vivo a la sombra, al amparo, de lo inmutable. Y no de lo inmutable en sentido grandilocuente, sino en el sentido más íntimo, más sencillo, más, casi, inapreciable. Cuántas veces cualquiera de nosotros a lo largo de esa Semana diremos que "un año más". Y será mientras esperamos a una cofradía en un rincón concreto con los nuestros de siempre, o cuando visitemos a una Hermandad en su Casa o, simplemente, cuando tomemos aquella cervecita que también se ha hecho ritual en nuestra Semana Santa. Un año más aquí, un año más ahora, un año más haciendo esto. Recuerdo, hace ya un montón de años, que vi a un matrimonio, mayores ellos, que allá en el Altozano y después de pasar la Esperanza, se dijeron el uno al otro "este año la hemos visto" y echaron a andar hacia la calle Castilla. También para ellos, la Semana Santa era una cita que se hacían consigo mismos desde un año al siguiente.
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Tal vez, y sin tal vez, lo que más me ha emocionado a lo largo de todos estos años que llevo viniendo a la Semana Santa haya sido contemplar la confluencia de sentimientos dentro de la diversidad de las personas. A veces, en vez de mirar a un paso miro a quienes están en la calle conmigo. Cada uno con su estilo, cada uno de su edad, cada uno indicando su posición. La diversidad de la gente está allí, pero en ese momento todos los ojos mirando lo mismo. Me emociona ver cómo la Semana Santa de esta tierra es capaz de aunar dentro de la diferencia, de hacer que confluyan muchos, y distintos, intereses. Lo demás son escenografías que ayudan al encuentro sincero con lo más íntimo de cada uno, a ese encuentro que se va a dar no sabemos cuándo, no sabemos dónde, pero que todos buscamos ávidamente, como locos, porque tenemos la certeza de que allí, cobijado entre cuatro detalles inesperados, se va a producir y ya está como esperándonos. Por eso, cada uno desde su sitio y dejando todo atrás, nos echamos a la calle en su búsqueda.
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Ahora que estoy comenzando, tengo que ser sincero y decir que tengo miedo, que estoy asombrado por causa de esta audacia mía de venir a hablar, con acento lejano, de algo muy de ustedes, muy de aquí y por si fuera poco, con la pretensión de decir algo nuevo. Porque, por sólo citar una carencia mía, yo no puedo recordar cómo, siendo niño, alguien me explicaba algo...
En aquellas edades yo estaba lejos, muy lejos de aquí en todos los sentidos. Pero tampoco lo estaba tanto como para quedar al abrigo de comentarios que me trajesen nombres. Hay famas que se desperdigan generosamente y el Señor del Gran Poder es capaz de llegar muy lejos, lo mismo que la Macarena. Esos dos nombres, posiblemente, fueron los primeros que asocié con la Semana Santasevillana. Del resto, no sabía nada.
Un año, hace 25 de esto, unos amigos me propusieron venir a Sevilla. Dije que sí. No puedo olvidar nada de aquella primera visita mía a esta Semana Santa, de la sensación que me produjo ver una fila de nazarenos, del primer encuentro que tuve con un paso de Cristo o con uno de palio. Era Martes Santo cuando llegamos y nos echamos a la calle acompañados por un amigo sevillano. Yo no tuve tiempo para analizar nada, pues viví intensamente todo cuanto me rodeó, todo aquello en lo que me sentí inmerso. Esas cosas se viven y, luego, en el sosiego del recuerdo, se analizan y se pormenorizan. De momento, las viví.
Caía el crepúsculo y estábamos en la Plaza de Contratación. Al poco pasaría el Cristo de la Buena Muerte y con una peculiaridad, hoy sé que histórica. Por primera vez era llevado por una cuadrilla de hermanos costaleros. A los pocos años la novedad se haría norma, pero en aquella ocasión todos estaban atónitos al ver cómo unos muchachos con más afán que pericia, eran capaces de llevar al Señor como lo estaban llevando. Las filas de nazarenos regresaban lentamente a su templo. Era un momento sereno, un anochecer muy propio de la Semana Santa y la gente iba llenando la plaza.
Estaba obscuro cuando llegó el Señor. Desde Miguel de Mañara se acercaba a la plaza con majestad y entre un silencio que me dejó sobrecogido. Recuerdo que, como quien no quiere la cosa, avancé un paso, casi imperceptible, pero suficiente para quedar separado de los demás y poder vivir aquel instante en soledad conmigo mismo. Un montón de sensaciones se agolparon en mí. En medio del intenso silencio que se apoderó de la plaza, oí el sonido de los pies de los costaleros al arrastrarse por el suelo y la parca voz del capataz que, sobriamente, indicaba lo que convenía hacer en cada instante. Pero sobre todo, la imagen de aquel Cristo que, en su Buena Muerte venía derrochando paz, fue lo que más me impresionó. El paso se detuvo justo delante de mí, de tal forma que pude contemplarlo con detenimiento. Había una pareja joven a mi lado y ella, más baja que él, comenzó a cantar una saeta compuesta para la ocasión. Más o menos, son muchos los años que pasaron, venía a pedir a los estudiantes costaleros que llevasen con mucho tiento al Señor ya que, de no ser así, le dolerían más las llagas. Terminó la saeta y la muchacha hundió su cara en el pecho de su acompañante, puede que para acallar su emoción en aquella exigua intimidad. Porque, hoy son muchas las ocasiones que me permiten decirlo, sin saber cómo, esa magia que todos conocemos, ese momento que todos buscamos, se había adueñado de la plaza haciéndonos vivir esa sensación de trascendencia que hemos vivido en más de una ocasión y que hace que nos sintamos tan íntimamente reconciliados con lo más hondo de nosotros mismos. Recuerdo cómo, en unos instantes, esos instantes que a veces tienen dimensiones eternas, evoqué intensamente una y mil cosas. Ahora, pasado el tiempo, sabiendo ya cada año lo que quiero ver, no dejo de asombrarme, y alegrarme, del buen comienzo que tuve en la Semana Santa.La austeridad, el señorío y la ponderación se hicieron un sitio en las ideas que yo pudiese tener sobre ella.
Pero si estaba impresionado por el solemne comedimiento que encontré en la Hermandadde los Estudiantes, al poco se produciría una auténtica confusión en mi mente, puesto que justo detrás venía la Candelaria. Salimos a descansar un rato y regresamos a la plaza en el mismo momento en que entraban los ciriales del palio. Todos miraban hacia la bocacalle por la que, de un momento a otro, aparecería la Virgen. Tengomuy presente en la memoria que lo primero que vi fue cómo la pared se iluminaba más y más. Desde entonces, esa sensación de notar el acercarse de un palio por cómo se encienden los muros o por cómo se refleja en un cristal, es para mí una de las vivencias más íntimas siempre asociadas a los atardeceres o a las noches de Semana Santa.
Todo cuanto me asombrara con el Cristo de la Buena Muerte parecía ausente con La Candelaria. En vez del silencio del Cristo, la Virgen traía bullicio a su alrededor mezclado con música. No había cuatro hachones en las esquinas del palio, pues había más de un centenar de velas encendidas haciendo que la Virgen viniese hecha una luminaria. Pero ante a la majestad del Señor, estaba la majestad de la Señora. Tardé en verlo, pero allí estaba lo mismo, fervor, señorío, ponderación, lo mismo, pero ahora expresado de modo distinto. Y ese fue uno de mis primeros, e importantes, descubrimientos de esta Semana Santa, el respeto a la diversidad, la coexistencia de la disparidad, la confluencia auténtica hacia la dignidad partiendo desde distintas posiciones. ¡Qué maravilla, la Candelaria! Me encontré muy en mi tierra, muy en mi casa. Sentí un profunda sensación como de haber llegado no se sabe a dónde ni desde dónde, pero de estar en el sitio que le corresponde a uno. Y, parejo a ese sentimiento, la sensación de descanso, de profunda serenidad, como de capítulo finalizado.
Al día siguiente, miércoles, paseé y me encontré con una ciudad cargada de historia, o así supe verla. La Catedral, la Plaza del Salvador, el Barrio de Santa Cruz y otros tantos lugares fueron para mí exponentes vivos del paso de un tiempo aprovechado con tino y sabiduría. Puede que por primera vez fuese consciente de que estaba asistiendo a una celebración que venía a ser mezcla de religión, música, arte, sentimiento, clasicismo y muchas otras cosas pero que, posiblemente, era el eslabón actual de una cadena de celebraciones que, con uno u otro matiz, se vendría celebrando en la ciudad desde siempre. Sevilla, tartesia, fenicia, romana, visigoda, musulmana y ahora cristiana, con su tradición adaptándose, o enriqueciéndose, con cada aporte cultural o religioso. Como los grandes epicentros del mundo europeo, en los que, con ojos sagaces, es sencillo desglosar qué raíz tiene cada aspecto de cualquier manifestación que, sin embargo, se nos aparece como un bloque perfectamente conjuntado, estructurado, monolítico.
Las cosas, para mí, independientemente de las raíces que puedan tener, están ahí y basta. Si se mantienen a lo largo del tiempo es porque siguen sintonizando con el sentir popular. Sabemos que nuestra Semana Santa tiene múltiples aspectos. Sea como sea, sabemos que se puede venir a ella por piedad, o buscando costumbrismo, o por estudiar un exponente de la cultura de un pueblo. Hay quienes se acercan con afán de ver obras maestras de la escultura saliendo en procesión; también están aquí los amantes de la música, los admiradores de los bordados, de la orfebrería y muchos más. No falta quien viene solo a ver. Todos, absolutamente todos, si llegan con sinceridad, recibirán el ciento por ciento y a manos llenas. En aquella mañana de Miércoles Santo lo intuí y me dispuse a vivir lo que pudiese venir con afán y humildad, con el asombro que se produce cuando uno es consciente de que está tocando la historia, o que es ella quien pasa a la vera de uno.
En la tarde-noche de aquel día me asombraron Los Panaderos y, desde entonces, tengo una cita anual con esa Cofradía. Tampoco San Bernardo me dejó indiferente. Ni el Jueves vi las Cigarreras, o Santa Catalina como si cualquier cosa. Sin yo saberlo, me estaba empapando de vivencias, estaba dejando que unas fuertes impresiones calaran en mi alma de un modo tan hondo que sus improntas señalarían indeleblemente mi forma de actuar.
No quiero o no puedo, tal vez porque no sé, contar cómo viví aquella madrugada. Sí recuerdo perfectamente lo que me impresionó el gentío en todas partes. Bulla por doquier, incluso por las callejas más apartadas, y mucha alegría, porque algo que me había impresionado desde mi llegada era esa alegría con la que se participa en el discurrir de las cofradías. Tal vez porque, en el fondo, el Domingo de Resurrección está cada vez más cerca, el Señor resucita en ese día y todo podría ser considerado como una exaltación de la vida contra la muerte. Glorioso. Pero sí, mientras aquella noche se hacía madrugada para terminar en mañana radiante, la gente, y yo con ella, estaba fiel junto a sus pasos, a los pies de sus Cristos y consolando a sus Vírgenes. Nunca había visto tanto apego de una ciudad hacia lo más suyo. Ni nunca he visto nada que se le iguale. Aquella noche, al irme encontrando con grupos familiares, intuí que la Semana Santatambién podía ser considerada como una gran convocatoria familiar, a cuyo reclamo se acudía siempre que se pudiese sin importar condiciones.
El Sábado Santo por la mañana emprendimos la vuelta. Pasó un año entero a lo largo del cual yo seguí y seguí evocando lo vivido hasta que, a partir de cierta época, comencé a soñar con volver.
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Y eso que, en los primeros años, cuando ya iba acumulando conocimiento y experiencia, cuando ya comenzaba a discernir entre lo que sí y lo que no, al menos eso quiero creer, en cierto sentido notaba como si me faltase algo. En un sentido muy profundo y que ahora voy a comentar por primera vez, me encontraba huérfano. Nunca dejé de sentirme forastero en mi tierra. Veía las familias y yo me quedaba fuera, intuía la vida alrededor de las cofradías y yo me quedaba fuera. Desde que me di cuenta de esta carencia, mi Semana Santa, aunque rica, se resintió por su causa. Era mucho pedir lo que pedía y, sin embargo, para mí se fraguaba todo un cambio, puede que presentido, y que comenzó cuando algunos familiares se establecieron en Sevilla. Aquello representó en mi vida un reencuentro con muchas cosas y, fundamentalmente, con aquellos con quienes, además de lazos de parentesco, había compartido adolescencia en la Córdobade, digamos, mediados los años cincuenta.
Desde entonces, mi estancia en esta ciudad cambió de medio a medio y comencé a conocer otros aspectos de la Semana Santa. La primera vez que se me preguntó mi opinión sobre algo, no recuerdo qué, un palio, una marcha, un modo de andar, quede impresionado por cómo se me escuchó. Hasta aquel momento, nunca había pensado que pudiese interesar mi juicio. Cuatro preguntas más y me sentí completamente capaz de opinar cuanto me pareciese. Opinar en el sentido de esta tierra, nunca pensando en tener que hacer una hoguera de discrepantes, más bien una taracea de opiniones.
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Pero aún tengo que comentar, que evocar más bien, qué fue lo que tanto me impresionó, lo que tan hondo me caló como para hacer nacer en mí esta necesidad de obedecer a una cita anual que he contraído con esta Semana Santa, hace ya 25 años, recordar cómo me fui haciendo con un bagaje de recuerdos y vivencias tales que ya sean parte fundamental de mi manera de ser. Porque hay cosas que marcan de manera indeleble y todos sabemos que esta Semana Santa es una de ellas. Lo bueno, y me gusta decirlo, es que no sé qué prendió en mí de esa manera tan profunda e inefable. No sé si fue el gentío alrededor de un paso de misterio mientras se dejaba oír una banda de trompetas y tambores, o si fue el tono casi verbenero con que se mecía un palio en la Alfalfa, o aquella saeta cantada por vaya a saber uno quién pero que era capaz de poner los vellos de punta, o tal vez fue el crucificado aquel, tan austero, flanqueado por cuatro hachones, rodeado de densas nubes de incienso y avanzando por medio de un mar de silencio, o pudo influir en mí la alegre majestad de la Virgen de los Desamparados, o la gracia del Palio de Montesión, o la cabeza ladeada de la desconsolada Virgen del Valle, o lo sobrecogedor de oír Amargura, o la solemnidad con que suena Nuestro Padre Jesús o, en suma, el hechizo de mirar al cielo y encontrarme con la luna llena mientras dos filas de nazarenos con sotana crema y antifaz y capa azul celeste se van retirando hacia San Esteban.
No sé de verdad qué fue lo que me prendió y me alegro profundamente de no saberlo. Lo mágico es así, inexplicable de por sí. ¿Es necesario explicar todo? Tal vez ese sea mi error en este caso. Las cosas son y ya está.
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Un año, quiero recordar que el 1977, propiciado por el ambiente familiar, me acerqué en un anochecer de Viernes Santo hasta la capilla de la Hermandad Servitay vi por primera vez la imagen de la Virgen de los Dolores. La de la Soledad estaba en su hornacina, aún no salía en la Estación de Penitencia.
¡Qué lejos estaba yo de pensar que aquella imagen, entonces sobrecogedora, hoy sobre todo entrañable, presenciaría desde su altar tantos hechos íntimos para mí, como una conmovedora celebración de bodas de oro, una alegre boda e, incluso, una austera misa de difuntos. Siempre con los míos, que cada vez son más.
La Virgen de los Dolores me impresionó profundamente, y tengo que decir que, la verdad, es hoy el día en que aún no me he acostumbrado a ella. Siempre siento como si me transmitiese una profunda sensación de indefensión, de haber sufrido una tremenda injusticia teniendo, impotente, entre los brazos su consecuencia. Sin hablar, sin levantar la mirada. Ella, su llanto profundo y su hijo, hecho promesa rota. La encontré, y la sigo encontrando, sevillana y diferente. No es como ninguna otra, y sin embargo, no puede negar un aire, digamos, de familia. Lo primero que llama la atención, y tal vez en eso radica su peculiaridad, es que no representa la niña que, según los evangelios apócrifos, seguía siendo la Virgen cuando ocurrieron los hechos que conmemoramos en la Semana Santa. No, nuestra Virgen de los Dolores representa la edad que bien podría tener la madre de un muchacho de 33 años. Y eso, en el contexto sevillano, desconcierta. Donde las edades representadas andan entre las casi adolescentes Macarena y Encarnación hasta la Esperanza Trianeray la de Regla, ya no tan jóvenes, la Virgen de Los Dolores, con sus cincuenta pasados, representa una singularidad que llama la atención a primera vista. Nuestra Titular no se quita años, tiene los que tiene. Y conste que me conmueve la Virgen de la Angustia, llorando desconsolada a la edad de derrochar consuelo, la del Valle, abandonada en su dolor sin apreciar sus riquezas, la de la Victoria dando la sensación, con tanto llanto, de estar completamente derrotada. Sí, no me dejan indiferentes tantas lágrimas, aprecio el contrasentido de la belleza hecha para reír pero deshecha en llanto. Pero nuestra Virgen de los Dolores es otra cosa. Otra cosa con la que me siento muy identificado. Tal vez el señorío que es posible encontrar en la derrota y la dignidad del tremendo dolor de ya no tener ni siquiera reparo en mostrarla, no sólo a los propios, también a los extraños, esos que, puede, se sentirán aún más victoriosos ante las consecuencias de su supuesta hazaña. Aquí me tenéis, verme llorar si es que a eso habéis venido. No tengo nada que esconder. Estoy llorando.
Sí, de edad madura, qué excepcional en Sevilla y, sin embargo, qué tremendamente sevillana. Qué manera de evocar, no de mostrar, qué forma de insinuar, no enseñar. Su profundo dolor no está expresado de forma directa, no hay un gran sollozo, más bien hay que imaginarlo por esas señales secundarias que van a la zaga del llanto. Esas tremendas ojeras, esos ojos encendidos, esos músculos agarrotados en el cuello, esa boca entreabierta, nos obligan a pensar que la Virgenha llorado mucho, que ha llorado intensamente. Cada uno que piense, es el arte barroco, que ya está dejando de hacerlo o que aún no se sabe cuándo va a parar. Silencio, la Virgenestá llorando.
Y, en su regazo, en su colo como decimos en mi otra tierra, su Hijo muerto. En brazos, como si de un niño se tratara. En Galicia, donde hay cruces de piedra en todos los caminos, cruceiros les llamamos, son frecuentes estas composiciones llamadas genéricamente "Piedades" en el arte cristiano. También en ellas es el hombre hecho niño el que vuelve al regazo materno, como si, con este gesto se cerrase un ciclo, una trayectoria vital. Ese Niño, forjador de cuantas espadas atravesarían el corazón de la Madre, ya está ahí de nuevo. Consumatum est, todo está consumado. La Madre llora y cómo, pero no hay en ella ni el más mínimo reproche, pues desde un principio se alió en la tarea que lo trajo al mundo, fiat mihi secundum verbum tuum. El Hijo parece descansar, por fin, otra vez junto a su madre. Después de tantos daños físicos, que le acarrearon la muerte, y de los morales no por ellos menos intensos, traición, abandonos y negaciones por parte de los supuestamente incondicionales, ahora, al fin en el regazo de su madre, es cuando todo terminó para él. Por lo que se ve, a Ella aún le quedan sufrimientos, su dolor no está colmado. El Cristo de la Providencia, completamente derrotado, plácidamente abandonado a buen recaudo, ya con la coloración cadavérica en su piel, nos hace pensar en alguien que, por fin, ha alcanzado la paz después de la derrota.
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Siempre que, fuera de la Semana Santa, vengo a Sevilla, tengo dos citas que, por obvias, no tienen sabor de obligación. Naturalmente, una de ellas es a la Esperanzade Triana. Mi paso por la capilla de los Servitas es venir, como quien dice, a mi otra casa sevillana. Vengo los sábados a la misa, la celebración sabatina, al encuentro, siempre entrañable, con un montón de amigos y, en especial, a ver a la Virgen en su altar. A veces es ella quien me da la lección de trascendencia, con su misma postura, su misma belleza, su mismo dolor. Por ella no pasa el tiempo. Contra nuestros afanes, o como contrapunto a ellos, está su perennidad. Es curioso, esa sensación de estar fuera del tiempo, de ser independiente de su paso, no me la inspira la Giralda, con sus ochocientos años ni el Pórtico de la Gloria, coetáneo de la torre. No, es la Virgen de los Dolores, es el Cristo de la Providencia o la Virgen de la Soledad quienes, con su dolor permanentemente actualizado, me hacen comprender que, a pesar de mis afanes, de mis problemas y de mis alegrías, hay otras cosas que trascienden, que son "otra cosa".
Y ya estoy con otra característica de la Semana Santa. La peculiaridad que tiene de perdurable y de la que nosotros carecemos. Me gusta mucho ver esas fotos antiguas de la Semana Santa. En ellas podemos ver al Cachorro por la Calle Castilla, la Virgen del Subterráneo por la calle Laraña, al Cristo de la Exaltación subiendo la Cuesta del Rosario. De aquel tiempo acá han cambiado las canastillas, las bambalinas de los palios; ahora hay costumbre de utilizar más flores, lo que sea. En esencia, los pasos son los mismos, su espíritu permanece. Nosotros no, nosotros sí que vamos cambiando y notamos cómo las madrugadas no son lo que fueron, las bullas ya nos dan respeto y una tarde entera de cofradías se nos empieza a hacer muy cuesta arriba. Sí, para mí, para nosotros, los años no perdonan, mientras que las Hermandades siguen sin cambios. En todo caso, actualizadas con una sabia adecuación a nuevos tiempos y a nuevos modos. Por eso aparecieron los hermanos costaleros y las hermanas nazarenas y, si estamos con el espíritu alerta, veremos más y más novedades que, analizadas de modo generoso sólo significan ir con los tiempos de cada tiempo para que las Hermandades encajen más y más en las correspondientes realidades sociales.
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Para mí, el Sábado Santo es el día más nostálgico de la Semana Santa. Pero si he de hablar, como quiero, del Sábado Santo, de mi Sábado Santo, he de retroceder una semana entera. Mi primer encuentro con nuestros Titulares suele ser el Sábado de Pasión, durante la misa vespertina. Los pasos ya montados nos dejan poco sitio pero el suficiente para arrebujarnos alrededor del altar dispuesto a sus pies. Los ojos se me van a la Virgen de los Dolores, al Cristo de la Providencia, a la Soledad. Tras la misa vienen los saludos a los hermanos y mi primer encuentro en intimidad con los Titulares. Comienzo a vivir la alegría de seguir aquí y ahora, disfrutando y agradeciendo el privilegio de haber podido venir de nuevo. ¡Qué profunda alegría en todos quienes estamos en la capilla en esa ocasión! Aquí estamos, como quien dice, para lo que pueda venir. Aunque no sepamos, ni intuyamos siquiera qué cosas, de qué estilo, sean las que puedan venir. Pero sí, para todos, "un año más" en nuestros sitio.
Y con estas, estamos en el Domingo de Ramos. Todos sabemos de la ilusión de ese día, de que ya estamos metidos en faena, con las ganas que teníamos. Los periódicos dedican sus portadas a las cofradías y hacemos planes de ir al Salvador a ver el Amor o a Triana para ver la Estrella. Habíaganas de oír redobles de tambor por mucho que los viniésemos oyendo ensayar desde hacía tiempo a la vera del río. Ahora no ensayan, no, ahora suenan en su momento. Como de puntillas, reaparece el rito, la costumbre mantenida de año en año: los niños vestidos con el traje del nazareno que, pasado el tiempo, llegarán a ser; los adolescentes estrenando edad; las familias compartiendo paseo; la calle llena, todas las calles llenas; las bullas, el gentío de un lado para otro. Ni pensar en un sitio para descansar: La Alfalfa, hasta los topes; Reyes Católicos de bote en bote; los alrededores de la Catedral, para qué decir. Y todo en respuesta a esa llamada que durante un año estuvo dormitando en todos nosotros. La primera está en la calle. Ya no faltan tantos días, estamos en ellos. Ya llegan las cofradías, vienen desde las cuatro esquinas de Sevilla, La Hiniesta, la Estrella, la Paz, vienen al centro de nuevo, siempre iguales a ellas mismas, a marcar improntas de estilo propio. La Hiniesta por la Alameda es un recreo para los ojos. La Pazpor el Postigo es la primera cita para los que no pueden esperar más a meterse en una bulla. Al atardecer, el Amor por la calle Cuna dirá que hay otra manera de entender las cosas. La Amargura, con la noche bien entrada, nos colocará en nuestro sitio de preferencias si es que nos habíamos descolocado. Gente, gente, gente e ilusiones, un montón de ellas. Todos sabiéndose, o creyéndose, dueños del tiempo y de las situaciones: "Este año quiero ver tal cosa", "este año no me puedo perder tal otra". Los apresurados preguntan, tal vez en la creencia de que así la espera será más llevadera "¿A qué hora sale este año la Macarena?" Hoy, Domingo de Ramos, ya no hay que evocar nada, estamos en Semana Santa y tenemos toda una semana para encontrar y atesorar recuerdos. A estas horas ya nos hemos topado con la primera saeta en la calle Orfila, que se la cantaron a la Virgen del Subterráneo, hemos oído Estrella Sublime que se la tocaban a Ella en San Pablo, hemos cruzado la calle Sierpes camino de la Plazadel Pan para ver a la Hiniesta enfilar la Alcaicería. Quesí, que aunque aún no nos hayamos hecho a la idea, es Domingo de Ramos un año más.
Ya está bien entrada la noche cuando continua mi vida como hermano servita, puesto que llega la hora de acercarse a la capilla para saludar a la Hiniestacuando pase por delante. Aquí sí que se nota cómo crece nuestra Hermandad en su arraigo en el barrio. Todos recordamos cuando, hace apenas unos años, ese saludo era como cosa de cuatro amigos. Solemne, entrañable y sin apenas gente. Cómo ha cambiado esto. Los que estábamos allí en este mismo año de 1996, sabemos que era tremenda la bulla que había y no podremos olvidar el modo en que se realizó el saludo. Cuantos, de los aquí presentes, compartieron aquel instante conmigo, sabemos que allí hubo majestad a chorros y sabemos, además, que nuestra Hermandad se está caracterizando por eso, por saber hacer las cosas con suma elegancia sin dejar de lado ese tono que tiene de llaneza. Hoy no es un secreto para nadie, ni tenemos que tener reparo en decirlo, que la cofradía Servita se ha hecho su sitio en el corazón de la gente cofradiera. Se viene hasta su barrio por verla derrochando buen hacer.
Después del saludo del Domingo de Ramos y, aunque a lo largo de la semana me disperse por la ciudad, tengo una cita con mi Hermandad. A su debido tiempo, ni antes ni después, van llegando y pasando los días de la semana, cada uno con sus cosas... Estaremos con Santa Marta, con la Vera Cruz o con El Buen Fin. No se nos echará en falta junto a la Virgen de Guadalupe o a la del Dulce Nombre. Vendrán momentos de cansancio, de emoción, de nerviosismo. Nos encontraremos metidos de lleno en instantes hermosos por lugares imprevistos y en situaciones inimaginables. Pero el tiempo irá pasando de modo inexorable. Nada se puede dejar para otro día. Por eso tenemos prisa a veces, por eso casi corremos en ocasiones, porque tenemos citas inexcusables.
Cuando haya entrado el palio de los Panaderos, cuando al de las Cigarreras le hayan tocado Encarnación de la Calzada, cuando me vuelva a conmover con el Señor de Pasión, aún queda mucho por ver. Pero ya que vi a las dos Esperanzas, una vez que estuve a los pies del Señor de los Gitanos, después de que pasé un rato junto al Cristo del Calvario y acompañé un trecho al Señor de Sevilla, entonces sí, entonces comprendo que se acerca un momento para mí importante, pues de modo inefable comienza la cuenta atrás de algo muy entrañable, la Estación de Penitencia de la Hermandad Servita.
El Viernes Santo veo todo con mucha tranquilidad. Como algo muy pensado, al caer la tarde me voy acercando a la calle Dueñas para ver la Mortaja, y de allí mis pasos me traen a nuestra capilla.
Siempre me ha gustado ser consciente de los contrastes. Me gusta pensar que en ese mismo momento en que la gente se arremolina alrededor del Cachorro, cuando Montserrat está congregando a tantos y la Carretería pasea señorío entre cariño y admiración, en nuestra capilla reina una tranquilidad pausada que rebosa eficacia. No hay tiempo para nada, pero lo hay para todo. Cada uno a lo suyo, siempre con flores dispuestas para ser usadas, los ramos van creciendo poco a poco y con mimo pero sin miramientos, se van terminando los exornos. Es otra faceta de la Semana santa, el trabajo sosegado, como sin prisa, eficaz, sabiendo muy bien lo que se quiere, cómo se quiere y para cuándo se quiere. Todos los cabos atados, todo previsto, siempre queda tiempo para esas cuatro palabras cordiales que en todo momento conviene tener a flor de labios.
El Sábado Santo por la mañana me vengo a la capilla dando un paseo, tranquilo, pausado, que me espera un día que va a ser muy, muy largo. Por Doña María Coronel ya estoy tarareando Amargura. La capilla bulle de gente. Los amigos, los amigos de los amigos y los que vienen por vez primera forman un ambiente que todos conocemos bien. Los ramos de flores de otras Hermandades se mezclan con las frases de cariño de los que llegan. Lo de siempre, lo de la Semana Santa, que los instantes se hacen eternos pero que las horas se nos escapan sin tan siquiera avisar... Allí, en lo alto de sus pasos, nuestros Titulares viendo cómo pasa el tiempo para nosotros. La Virgende los Dolores sigue con su hijo muerto sin que aún se haya podido hacer a su dolor.
A su lado, la Virgen de la Soledad hace nacer más de un comentario. La Soledad... cuánto cariño a esa imagen. Recuerdo cuando la vi por vez primera, que aún no salía. Luego me llegó el anuncio de su próxima salida y la invitación a contribuir a ella. Desde entonces mi nombre sale a sus pies, grabado en no importa dónde. Luego convino acopiar cosas de plata para hacerle la corona. Más recuerdos en ese paso. Los gemelos, la cadenita de la Primera Comunión, la pulsera rota, el llavero de historia rara, todo fundido por el cariño a la Virgen iniciando nueva historia al ceñir sus sienes. Los que la recordamos como era y la vemos ahora no podemos evitar hacer como si Ella resumiese los últimos años de la historia de nuestra Hermandad. Hoy este paso de palio es de los que más quiero de todos los que conozco de Sevilla, tal vez porque lleva cosas que me evocan cosas, tal vez porque lo conozco palmo a palmo. Tal vez porque, como quien dice, lo fui viendo crecer, y porque mi trayectoria por esta Semana Santa ha estado siempre muy a su vera. Es mucho el cariño que le tengo a la Soledad y le agradezco ahora a las sucesivas Juntas de Gobierno de nuestra Hermandad el haber sabido darle esa nuestra impronta tan singular y, también, tan sevillana.
Aún recordamos los comentarios agoreros que tuvimos que afrontar, los bienintencionados que venían con consejos de expertos. Que si esta Hermandad no tenía sitio, que éste era un barrio muy cofradiero, que había en él Hermandades de mucha tradición y de todos los estilos: la Hiniesta, la Amargura, Los Gitanos, la Mortaja... El tiempo puso las cosas en su sitio y ha dado la razón a quienes tuvieron fe al impulsar la reorganización de la Hermandad. Todos recordamos cuando nuestra salida era entre amigos incondicionales. Hoy, como el árbol de mostaza, aquella promesa, gracias a quienes la arroparon, es una realidad gloriosa. La plaza de San Marcos, durante la salida de la cofradía, representa a los que la Hermandad Servitatiene algo que decir. Gente de todo tipo pero que, ante una llamada sincera, deja cuanto tiene que hacer para volcarse en la calle a ver a la Virgen. Como si no hubiese visto a muchas en toda la Semana, como si fuera a ver algo nuevo. Pues sí, quienes están a aquella hora, con aquel calor y con el cansancio del que aún nadie se ha repuesto, saben que la Hermandad Servita les trae algo nuevo. Por eso están allí sin haber pensado en nada que les pudiese retener. Los generosos de corazón están en la calle buscando y quien busca encuentra. La Cofradía discurre por las calles del barrio arrastrando gente detrás de ella. Cualquier cosa que se diga de la Cofradíatiene que luchar con la tentación de comparar lo que es y lo que fue, como si hubiese una frontera entre ambas etapas, porque sabemos que lo que es hoy, lo es gracias a lo que fue, a la fidelidad a una idea mantenida año tras año.
Sólo quiero recordar el año en que, debido a la lluvia, los pasos pernoctaron en El Salvador y regresaron a la capilla a primera hora de la tarde del Domingo de Resurrección. Era un domingo lluvioso y el regreso se hizo sin más pausas que las necesarias para el descanso de los costaleros. Ni la hora, ni el día, ni el tiempo que hacía eran propicios, por eso pensábamos que el traslado se llevaría a cabo en familia. Y nos asombró cómo la gente, que se había enterado, se echó a la calle para acompañar a nuestros Titulares. Sí, quiero creer que nuestra Hermandad tenía cosas nuevas que decir en Sevilla y que, sin prisas, se ha hecho oír.
Después de que las Hermanas de la Cruz le canten su motete, después de que, calle Laraña abajo, nuestros titulares enfilen la calle Orfila, los dejo ir y los miro con el cariño con que se mira lo propio que se va a otros lugares. Allá van, a que los vea Sevilla, a atravesar la Carrera Oficialcon toda la dignidad de quien se sabe uno más, pero en su sitio, sin presunciones, sin arrogancia, sin petulancias. Dignamente, uno más.
Solamente vi en una ocasión a la Hermandad por esos sitios. Ahora no, ahora la recojo cuando ha iniciado el regreso. Cada vez la recojo más temprano. Antes lo hacía por la plaza de San Pedro, cuando le tocaban "Nuestro Padre Jesús" y vivía uno de mis últimos momentos mágicos de la Semana Santa, cuando decíamos "un año más" tal vez por última vez, porque el fin ya estaba cerca. La he recogido por la Alfalfa y ahora voy por ella a la Cuesta del Bacalao. ¡Qué nostalgia en esos momentos! Mañana todo será historia.
La noche ha caído cuando la Cofradía, ya por su barrio se enfila hacia la capilla. Ahora no es tan sencillo acompañarla durante todo este trayecto como hemos hecho muchos hace tan solo unos años. Pero yo quiero estar conmigo mismo en este rato, por eso me acerco sólo a la puerta de la iglesia del convento de Santa Isabel. Los nazarenos van pasando. Mis familiares, mis amigos todos, uno tras otro haciendo la Estación de Penitencia. Cuando llega la Virgen las monjas le cantan. Luego, cuando los pasos se van por la plaza camino de la capilla, ya no me muevo por acompañarlos. Los veo irse entre los árboles bajo una luna que ya no es tan llena. Ahora sí que todo ha terminado. Me apoyo en una pared y me recreo en los sones de la marcha que le tocan a la Virgen, y la miro hasta que dobla la esquina. A ráfagas, me llegan las notas de una saeta, la última de este año. Y silencio, un silencio roto por sones del Himno Nacional. Los pasos ya están en casa, de aquí a poco los nazarenos irán saliendo y la plaza se llenará de rumores. Pero será otra cosa.
Otra vez la vida, otra vez esa ingenuidad de la que no nos curamos, tal vez gracias a Dios. Nos creíamos dueños del tiempo y se nos ha vuelto a escurrir de entre las manos. Pero en nuestras memorias han quedado prendidos unos cuantos recuerdos, tal vez pocos, que, mezclados con los de otros años, ya forman parte de lo más íntimo de cada uno.
+ + +
Y esto es cuanto quería decirles, no sé si he acertado en el modo de hacerlo, ni siquiera si es lo que esperaban de mí. Pero lo he dicho con cariño, con mucho cariño y con acento lejano porque, como quien dice, siendo niño nunca hice una bola de cera a lo largo de la Semana Santasevillana.
Muchas gracias.


Conferencia pronunciada en la Sede Canónica de la hermandad Servita de Sevilla el día 18 de octubre de 1996, dentro de las celebraciones del
III CENTENARIO DE LAS PRIMERAS REGLAS
Y del
XXV ANIVERSARIO DE LA PRIMERA ESTACIONDE PENITENCIA DESPUES DE LA REORGANIZACION DE LA HERMANDAD


miércoles, 19 de diciembre de 2012

Cultura ¿qué es cultura?

Un buen amigo me hace llegar este pequeño discurso que pronunció Federico García Lorca con motivo de la inauguración de la biblioteca pública de su pueblo, Fuente Vaqueros (Granada), en 1931. El discurso, ya de por sí interesante, está, además, repleto de rabiosa actualidad. ¿No creéis que sí?


Sras., Sres:

Cuando alguien va al teatro, a un concierto o a una fiesta de cualquier índole que sea, si la fiesta es de su agrado, recuerda inmediatamente y lamenta que las personas que él quiere no se encuentren allí. ‘Lo que le gustaría esto a mi hermana, a mi padre’, piensa, y no goza ya del espectáculo sino a través de una leve melancolía. Ésta es la melancolía que yo siento, no por la gente de mi casa, que sería pequeño y ruin, sino por todas las criaturas que por falta de medios y por desgracia suya no gozan del supremo bien de la belleza que es vida y es bondad y es serenidad y es pasión.


Por eso no tengo nunca un libro, porque regalo cuantos compro, que son infinitos, y por eso estoy aquí honrado y contento de inaugurar esta biblioteca del pueblo, la primera seguramente en toda la provincia de Granada.


No sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales que es lo que los pueblos piden a gritos. Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio de Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social.

Yo tengo mucha más lástima de un hombre que quiere saber y no puede, que de un hambriento. Porque un hambriento puede calmar su hambre fácilmente con un pedazo de pan o con unas frutas, pero un hombre que tiene ansia de saber y no tiene medios, sufre una terrible agonía porque son libros, libros, muchos libros los que necesita y ¿dónde están esos libros?

¡Libros! ¡Libros! Hace aquí una palabra mágica que equivale a decir: ‘amor, amor’, y que debían los pueblos pedir como piden pan o como anhelan la lluvia para sus sementeras. Cuando el insigne escritor ruso Fedor Dostoyevsky, padre de la revolución rusa mucho más que Lenin, estaba prisionero en la Siberia, alejado del mundo, entre cuatro paredes y cercado por desoladas llanuras de nieve infinita; y pedía socorro en carta a su lejana familia, sólo decía: ‘¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!’. Tenía frío y no pedía fuego, tenía terrible sed y no pedía agua: pedía libros, es decir, horizontes, es decir, escaleras para subir la cumbre del espíritu y del corazón. Porque la agonía física, biológica, natural, de un cuerpo por hambre, sed o frío, dura poco, muy poco, pero la agonía del alma insatisfecha dura toda la vida.




Ya ha dicho el gran Menéndez Pidal, uno de los sabios más verdaderos de Europa, que el lema de la República debe ser: ‘Cultura’. Cultura porque sólo a través de ella se pueden resolver los problemas en que hoy se debate el pueblo lleno de fe, pero falto de luz.




Federico García Lorca

martes, 18 de diciembre de 2012

FRANCIS CRICK EN LA HISTORIA DE LA BIOLOGÍA

Algunas reflexiones acerca de la Ciencia


A veces nos llegan noticias completamente intrascendentes. En otras ocasiones, las novedades vienen llenas de un cierto contenido. Pero hay veces en que son tan rotundas, que nos obligan a analizar muchas cosas a la luz de la nueva situación generada por el acontecimiento que acabamos de conocer.
Cuando este verano pasado conocí la muerte de Francis Crick, se me acumularon en la mente una gran cantidad de datos, de detalles y de perspectivas históricas que me obligaron a reflexionar sobre su actuación dentro de la biología. Un papel que va más allá de lo realizado por él y que nos obliga a contemplarlo desde la óptica de lo que representa a partir de sus descubrimientos, reflexiones y planteamientos.
Más tarde, y ya comenzado el curso, el Sr. Decano de la Facultad me encomendó impartir la conferencia correspondiente al Acto Académico con que conmemoramos la festividad de S. Alberto Magno. Los dos pensamos en la posibilidad de presentar una semblanza personal sobre esta figura de la biología del siglo XX. Desde aquí quiero agradecerle la posibilidad que me brindó de presentar ante ustedes estas reflexiones mías.
El pasado día 28 de julio nos enterábamos de la muerte de Francis Crick. Tenía 88 años. La noticia no dejó indiferentes a las múltiples personas que, de un modo u otro, conocen su actividad científica ejercida a lo largo de una vida fecunda en trabajos y logros. También yo reflexioné sobre su figura y su legado. Me gustó pensar en cómo, pasado el tiempo, se enjuiciará su trayectoria desde una óptica histórica, enlazando la figura de Crick con la de los grandes de la biología, como pudieron ser Pasteur, Mendel, Darwin o Cajal, por citar unos pocos. Todos ellos contribuyeron y consolidaron nuestros conocimientos acerca de nosotros mismos. Crick también lo hizo y por eso su nombre irá ligado a esa estela de sabios que, desde antiguo, vienen planteándose preguntas sobre nuestra reflexionar ahora en voz alta acerca de este hombre que contribuyó de modo determinante a nuestro conocimiento, respondió a dudas que venían planteadas desde el tiempo de los filósofos jónicos y planteó nuevas preguntas que están en los límites de nuestros conocimientos actuales acerca de la naturaleza de la vida.

Permítanme reflexionar ahora en voz alta acerca de este hombre que contribuyó de modo determinante a nuestro conocimiento, respondió a dudas que venían planteadas desde el tiempo de los filósofos jónicos y planteó nuevas preguntas que están en los límites de nuestros conocimientos actuales acerca de la naturaleza de la vida.
Desde la época más antigua, el ser humano ha formulado preguntas sobre el origen del mundo, sobre la propia naturaleza y, a veces, sobre su propia finalidad. En tiempos pretéritos las respuestas llegaron bajo la forma de mito. Más allá de este estado, los sistemas explicativos se organizaron según dos tendencias divergentes.
Una de estas tendencias dio origen a las religiones, todas ellas consistentes en un conjunto de dogmas basados en algún modo de revelación. Así, el mundo occidental hasta el fin de la Edad Media estuvo dominado por una confianza implícita en los escritos de la Bibliay, por tanto, por una creencia general en lo sobrenatural.
El otro modo de tratar los misterios del mundo fue, y sigue siendo, por medio de la filosofía y más tarde de la ciencia, si bien en el principio de su historia la ciencia no estuvo totalmente separada de la religión. La ciencia se dirige a los misterios con sus preguntas, dudas, curiosidad, etc., esforzándose en encontrar explicaciones, actitud muy diferente de aquella otra en la que se basan las religiones. Los filósofos presocráticos (jónicos) fueron los primeros en transitar estas vías en su búsqueda de explicaciones “naturales”, es decir, explicaciones basadas en las formas observables de la naturaleza tales como el fuego, el agua o el aire. Esta tentativa de los jónicos para comprender las causas de los fenómenos naturales representa el principio de la ciencia.
Una diferencia fundamental entre ciencia y religión es que, en general, la religión consiste en un conjunto de dogmas revelados a los que no hay alternativa ninguna ni posible desviación conceptual por pequeña que sea. En ciencia, por el contrario, se insiste en la formulación de respuestas alternativas y en la paulatina substitución de unas teorías por otras. En general, la bondad de una idea científica sólo se puede evaluar por completo en función de su eficacia explicativa e, incluso, predictiva. Han sido pocos los científicos que han dicho esto, que a veces es considerado como la esencia de la ciencia. En tiempos del empirismo y del induccionismo, se dijo que la función de la ciencia era acumular conocimiento. Muchas veces se perdió de vista lo que es el verdadero objeto de la ciencia: una comprensión cada vez mayor de nuestra propia naturaleza y del mundo en que vivimos.
La ciencia tiene numerosos objetivos. En 1968, Ayala los describe así:
- busca organizar los conocimientos de modo sistemático, esforzándose por descubrir las relaciones entre fenómenos y procesos.
- se esfuerza por ofrecer explicaciones a las condiciones en que ocurren ciertos sucesos.
- propone hipótesis explicativas que pueden ser probadas y, por tanto, rechazadas.
Más en general, la ciencia intenta encontrar un pequeño número de principios explicativos con los que interpretar la inmensa diversidad de los fenómenos y procesos que ocurren en la naturaleza.
En las ciencias biológicas, la mayoría de los grandes progresos se hicieron a partir de la aparición de conceptos nuevos o de la mejora y redefinición de los preexistentes. No están muy equivocados quienes afirman que el progreso de la ciencia consiste principalmente en el progreso de los conocimientos científicos. En este plan, una de las grandes preguntas que siempre se planteó el hombre es aquella que se refiere a la herencia biológica y a la diversidad.
En la época jónica Platón había hablado de las esencias, inmutables en el tiempo, y esto, que aplicado al campo conceptual de otras ciencias como pueden ser la física o la química, puede ser muy explicativo y operativo, fue un auténtico desastre cuando se aplicó a la biología. Platón tuvo una influencia muy negativa en diversos campos biológicos. Fueron necesarios mas de dos mil años para que la biología, gracias a Darwin en gran medida, escapase del efecto paralizante del esencialismo auspiciado por Platón El pensamiento platónico sobre los seres, abrigados en las esencias, no fue operativo a la hora de enjuiciar la variabilidad de los seres naturales y muchas veces constituyó más bien un freno ideológico cuando se hizo necesario enjuiciar la naturaleza de esa misma variabilidad. Pero toda la importancia que le concedió al gran arquitecto cósmico, permitió vincular su filosofía con el dogma cristiano, que dominó el pensamiento occidental hasta el siglo XVII. La emergencia de las modernas teorías biológicas sólo fue posible, en gran parte, después de que la ciencia se emancipase de las ideas platónicas.
Aristóteles es un pensador muy diferente. Antes que Darwin, nadie como Aristóteles contribuyó tanto a nuestra comprensión del mundo. Sus conocimientos biológicos eran inmensos y procedían de anteriores fuentes diversas. Podemos decir que cada capítulo de la biología clásica tiene sus comienzos en la obra de Aristóteles. Fue el primero en distinguir diferentes ramas en la biología y en dedicarles tratamiento monográfico separado. Fue el primero en descubrir el gran valor explicativo de la comparación y es reconocido, justamente, como el fundador del método comparativo. Fue el primero en establecer detalladamente la historia natural de un gran número de especies animales. Consagró una obra entera a la biología de la reproducción. Se interesó por la diversidad orgánica así como por el significado de las diferencias entre los reinos animal y vegetal. Incluso sin proponer una sistemática formal, realizó una clasificación de los animales según ciertos criterios, y su clasificación de los invertebrados fue superior a la que, dos mil años mas tarde, haría Linneo. En fisiología no tuvo tanta notabilidad debido a que se inspiró en doctrinas anteriores. Fue un empirista y sus especulaciones siempre estuvieron precedidas por observaciones pertinentes. En una obra suya dice taxativamente que la información que nos llega por los sentidos debe ser más valorada que la que nos indica la razón. En ese aspecto andaba a años luz por delante de los que, entre los escolásticos, más tarde serían llamados aristotélicos, y que no analizaban los problemas más que por las vías de la razón.
Lo más notable en él es que siempre anduvo a la búsqueda de las causas y sus preguntas más importantes no fueron tanto buscar el “¿cómo?”: ¿Cómo es tal estructura? ¿Cómo funciona tal mecanismo, sino el “¿por qué?” ¿Por qué un organismo crece desde la forma de huevo fecundado hasta la de adulto? ¿Por qué la naturaleza está llena de procesos finales? Vio claramente que la materia inorgánica está desprovista de capacidad para desarrollar las formas complejas de los organismos, en este plan, hoy diríamos que no creía en la generación espontánea. Según él, en la materia viva debía haber algo más, y para nominarla empleó la palabra eidos, que venía a ser un principio intrínseco de los seres y que tendría unas funciones exactamente similares a las que, en biología moderna, se atribuye al genotipo cuando se considera como un programa genético de desarrollo. Decía que todas las substancias naturales intervienen de acuerdo con sus propiedades intrínsecas y que todos los fenómenos de la naturaleza son procesos o intervienen en procesos y, puesto que todos ellos tienen un fin último, consideraba que el estudio de esos fines también contribuye de modo esencial al estudio de la naturaleza. Para Aristóteles todas las estructuras y las actividades biológicas tenían su significación en términos biológicos o, como diríamos con términos actuales, un significado adaptativo. Posiblemente éste fue el mayor éxito de Aristóteles, haber comprendido esto. Las preguntas tipo “¿por qué?” que formuló Aristóteles jugaron un papel muy importante en la biología de los siglos posteriores y en la misma historia de esta ciencia.
Sólo en estos últimos años, los trabajos de Aristóteles han sido valorados en su justa medida. En épocas pasadas no disfrutó de ese merecido reconocimiento debido a muchas razones. Una de ellas fue que los tomistas hicieron de él la suprema autoridad filosófica y al caer la escolástica arrastró con ella a Aristóteles. Por otra parte, el renacimiento científico se realizó fundamentalmente en el campo de las ciencias físicas y químicas, áreas que encajaban bien dentro de la filosofía platónica y para las cuales la filosofía aristotélica no ofrecía marcos adecuados. Esto fue advertido por Bacon, Descartes y otros, que no dejaron de menospreciar las doctrinas aristotélicas.
Conforme la biología se fue apartando de la física, se le fue concediendo mayor importancia a Aristóteles. Cuando en nuestra época se comprendió que los seres vivos tienen una doble naturaleza, la actual y otra que es la consecuente de una historia evolutiva, se comprendió también que el “plan” que dirige su desarrollo y sus actividades -es decir, su programa genético- representa el eidos, el ”principio formativo” que ya había formulado Aristóteles. Ya no hacía falta mucho para que todos los biólogos comprendiesen que convenía algo más que un soplo vital para que un huevo de rana produjese una rana y una bellota diese lugar a una encina. Solamente era preciso reconocer que los sistemas biológicos complejos son el producto de programas genéticos con una historia evolutiva de mas de tres mil millones de años.
Pero para que eso ocurriese, sería preciso llegar a las épocas actuales, pues cuando el Cristianismo conquistó Occidente, la teología cristiana llenó el conocimiento con su interpretación del mundo. La teología cristiana estaba dominada por la idea de la creación. Según la Biblia, el mundo había sido creado hacía poco, no cambiaba y toda su comprensión estaba contenida en la “palabra revelada”. El dogma impidió considerar cualquier cuestión relativa al porqué de las cosas o esbozar la más pequeña idea evolutiva. Y puesto que el mundo había sido creado por Dios, era, tal como siglos mas tarde diría Leibniz, “el mejor de todos los mundos posibles”. Cualquier cambio evolutivo, por tanto, sería para peor.
El suceso que, acontecido en el seno de la cristiandad, afectó mas a la historia de la biología fue el desarrollo de una visión del mundo conocida como “teología natural”. En los escritos de los Padres de la Iglesia, la naturaleza aparecía como si fuese un libro, el análogo natural del libro revelado, la Biblia. Hacerequivalentes los dos libros sugería que el estudio del libro de la naturaleza, la creación realizada por Dios, autorizaba el desarrollo de una teología natural, pareja a la teología revelada surgida del estudio de la Biblia.
Este concepto de la teología natural no era un concepto nuevo. La armonía del mundo y la aparente perfección de las adaptaciones manifestadas por los animales y las plantas, ya había sido señalada por muchos autores bastante antes de la aparición del cristianismo. Ya en el antiguo reino de Egipto, en Menfis, dos mil años antes de la civilización griega, había sido postulado que una inteligencia superior creadora había organizado los fenómenos de la naturaleza. Posturas tan claramente teológicas pueden ser encontradas también en Jenofonte o en Herodoto. Platón pensaba que el mundo había sido creado por un artesano bueno, inteligente y racional. Galeno defendió la idea de un mundo querido, la obra de un creador bueno y todopoderoso. Pero el autor más influyente para el desarrollo de la teología natural fue santo Tomás de Aquino. Su obra dominó el pensamiento científico europeo y en su Summa Theologica, el quinto argumento para probar la existencia de Dios está basado en el orden y la armonía del mundo, que requieren que un ser inteligente y trascendente dirija todo hacia una finalidad.
Pero seguían pendientes, aún sin resolver, las preguntas planteadas por Aristóteles acerca del eidos, el principio formativo de todos y cada uno de los seres vivos. Su diversidad según las diferentes áreas geográficas, puesta de manifiesto por los viajes de exploradores y estudiosos, era una cuestión intrigante que contrastaba con los valores de las constantes físico-químicas en todo el globo terrestre. La especie como entidad biológica seguía siendo algo inexplicable. La vida era considerada como una actividad que se podía crear bajo ciertas condiciones y, por tanto, se creía en la generación espontánea.
Fue preciso llegar a un mundo de madurez de ideas para que esas cuestiones volviesen a ser planteadas con cierta precisión. Después del siglo XVIII, y los trabajos de los grandes estudiosos de la naturaleza, como es el caso de Bufón y su Historia Natural, donde ya apunta la posibilidad del origen de las especies a través de procesos evolutivos, el siglo XIX se va a caracterizar por el rigor en los planteamientos y la emergencia de una serie de conocimientos que son aplicables a todos los seres vivos. Comienza la existencia de la biología como hoy la conocemos. Las preguntas de siempre, las que han acompañado al hombre desde Aristóteles y han servido de estímulo a la mayoría de los estudios de fondo, comienzan a ser respondidas, se asientan los fundamentos de lo que empieza a ser una biología moderna, cada vez más y más alejada de los antiguos mitos explicativos.
Del Siglo XIX es la teoría celular, la comprensión de los procesos hereditarios y los de división celular, el conocimiento de los principios inmediatos, la síntesis de la urea y, por tanto, el comienzo de la desaparición del vitalismo como supuesta doctrina, el destierro de las ideas acerca de la generación espontánea, el aforismo onmis vivo ex vivo (la vida no se crea, simplemente se transmite), la idea de la evolución causada por selección natural y, en suma, la misma palabra biología. También es en este siglo cuando los científicos dejan de hablar de Dios en sus escritos, de modo que ya no es posible deducir, a través de ellos, el credo de sus autores.
El nacimiento de la biología molecular coincidió con el momento en que los científicos relacionaron enzimas con genes y se comenzaron e estudiar los procesos biológicos bajo este punto de vista. Esto ya no era química orgánica, ni bioquímica. Era la implicación de las moléculas en los procesos biológicos y apareció el concepto de biología molecular, muchos de cuyos logros ha sido elucidar la estructura tridimensional de las moléculas y, a partir de ellas, comprender sus funciones.
Es en esta época cuando renace el interés acerca del material hereditario y al imaginar que el mensaje genético debe estar encerrado en diferentes secuencias moleculares, se piensa que sean las proteínas las encargadas de esta función, puesto que al ser polímeros de 20 diferentes monómeros, las posibles combinaciones diferentes llegan a ser casi incalculables. No obstante, los trabajos de Avery y colaboradores con Pneumococcus, abren la puerta a la investigación en la dirección correcta, y son los experimentos de Hershey y Chase los que determinan de modo concluyente que son los ácidos nucleicos los encargados de transportar la información genética a lo largo de las generaciones.
A este momento le siguió uno, intenso, de estudios acerca del ADN y de su presencia en la célula. En consecuencia se ganó en conocimiento acerca de su naturaleza y de su comportamiento. Algunas de las deducciones a las que se llegó no dejaron de ser proféticas: La inercia metabólica del ADN parecía confirmar una especulación común entre los teóricos del gen, según la cual el gen funcionaría como “matriz”: “La implicación lógica es que el gen no necesita hacer nada (en el metabolismo de la célula) sino que simplemente aporta un plan de realización de las síntesis” (Mazia, 1952). La cantidad absolutamente constante de ADN por núcleo diploide de cada especie, estaba perfectamente de acuerdo con este postulado.
El ambiente intelectual era el apropiado, las ideas estaban perfectamente perfiladas, las técnicas a punto y la pregunta adecuada, siempre estímulo de la investigación, formulada: ¿cómo es la estructura de los ácidos nucleicos? Porque únicamente conociendo la estructura del ADN se podría comprender cómo era capaz de llevar a cabo su función.
A principios de los años 50 del pasado siglo, varios laboratorios se pusieron a trabajar para resolver la duda y dos de ellos fueron los de Linus Pauling, en Pasadena, que estudiaba estructuras moleculares y el de Maurice Wilkins, de Londres, que era especialista en rayos X. Perteneciente a este equipo, Rosalind Franklin tuvo el éxito de conseguir excelentes fotografías de la difracción de estos rayos causada por el ADN. En función de estas fotografías se plantearon muchas preguntas acerca de la estructura del ADN, cuando un tercer grupo comenzó a trabajar, en Cambridge, con el mismo tema: era el formado por Francis Crick y James Watson.
No es cuestión de comentar la historia del descubrimiento, pero sí es importante señalar que fueron estos dos últimos quienes se dieron cuenta de la importancia biológica del ADN y eso fue lo que les permitió aclarar este problema a pesar de sus no muy amplios conocimientos de biología. Wilkins, por ejemplo, en esos mismos años se preguntaba “qué podían hacer los ácidos nucleicos en las células”.
Mientras, tanto Crick como Watson hablaron con biólogos, visitaron centros de investigación, se ayudaron de modelos de los diferentes componentes de los ácidos nucleicos y, entre febrero y marzo de 1953, llegaron a una solución satisfactoria a aquella pregunta que se venía formulando la ciencia desde Aristóteles. ¿Cómo es el material hereditario?
De pronto se comprendió mucho de aquello que hasta entonces había constituido un misterio. Allí estaba, encerrada en una sencilla estructura molecular, la clave de la historia evolutiva de los seres vivos.
Se dijo, y se sigue diciendo, de la molécula de ADN que era elegante ¿qué entendemos por elegante en este caso? A veces es preciso detenerse en el significado que pueda tener un adjetivo porque nos puede aclarar más de un concepto. Al ver la estructura molecular de otros compuestos y evocar sus propiedades bioquímicas, muchas veces no nos resulta posible deducir éstas a partir de aquella. Todo queda como encerrado en un misterio funcional cuyo desciframiento será base de futuros estudios. No conozco una estructura molecular tan transparente como la del ácido nucleico. Al verla es sencillo intuir su funcionamiento, pues todo en ella tiene una finalidad que nos es posible comprender. No encontramos nada que nos parezca superfluo y todo cuanto sabemos acerca del ácido nucleico lo podemos comprender viendo su estructura. Todo está allí para quien quiera interpretarlo. Para mí, ahí es donde radica el calificativo de elegante cuando se aplica a esta estructura molecular, su transparencia.
El descubrimiento de la doble hélice del ADN y de su código representó un paso científico de primera magnitud. Simultáneamente clarificó algunas de las zonas más oscuras de la biología y permitió formular preguntas bien definidas: algunas de ellas representan hoy en día las mismas fronteras de la biología. Demostró hasta qué punto los organismos son fundamentalmente diferentes a cualquier otro tipo de material inerte. No hay nada en el mundo inanimado que esté dotado de un programa genético que sea capaz de almacenar la información a lo largo de una historia que, globalmente y para el mundo vivo, se remonta a tres mil millones de años. Al mismo tiempo esta explicación puramente mecanicista explica fenómenos que los vitalistas decían no poder clarificar física o químicamente.

Pero fijémonos en la figura de Francis Crick, pues me gustaría reflexionar sobre su papel en la historia del pensamiento biológico. Procedente del campo de la física, se dedicó a desentrañar lo que él llamó “el secreto de la vida”, la naturaleza del ADN. Perteneciente a una familia de artesanos y amantes de la naturaleza, (su abuelo se había carteado con Darwin y publicado un pequeño artículo con él), estudió en el University College London. Después de la segunda guerra mundial, se preocupó por temas biológicos y a ellos se dedicó desde entonces hasta su muerte, acaecida en julio del presente año.
Posiblemente ha sido el biólogo y el pensador de la biología más influyente del siglo XX. Tal vez, como antes decía refiriéndome a Aristóteles, que todos los campos de la biología comenzaban en él, algún día se llegue a decir que todos los campos de la biología molecular comienzan en Crick. Es asombroso cómo llegó a intuir el comportamiento del ADN y su biología, para, desde ese planteamiento, poder predecir correctamente su funcionamiento y su comportamiento. Jacques Monod escribió “Nadie descubrió o creó la biología molecular. Pero un hombre domina intelectualmente la totalidad de su campo, debido a que conoce y comprende lo más importante de su contenido, ese hombre es Francis Crik”. Para muchos, junto con Darwin y Mendel, forma un trío de sabios que han sido capaces de establecer el conocimiento de la perpetuación, y diversificación, de los seres vivos.
Describiendo la estructura del ADN, encontró la base molecular de la identidad estructural de todos los seres vivos, aquella identidad que había sido buscada desde el Renacimiento y prevista e insinuada por Darwin con un enfoque más científico y menos romántico.
Definió lo que ha sido llamado Dogma Central de la Biología Molecular, que nos indica que la información biológica sigue un camino que va desde el ADN hasta las proteínas, pasando por el ARN como intermediario. Si bien existe un posible, y restringido, retorno desde el ARN al ADN, no se conoce ningún mecanismo molecular que haga un viaje inverso que, teniendo como origen la proteína, sea capaz de incidir en el ADN. De este modo sencillo, sin mayores complicaciones, desbarata definitivamente la antigua creencia sobre la herencia de los caracteres adquiridos, pues molecularmente, dice, no hay ningún camino conocido, ningún proceso bioquímico, que nos pueda explicar su base estructural.
Francis Crick se embebió de la estructura del ADN e intelectualmente se metió en ella; aplicó sus conocimientos para estudiarla, conocerla e interpretarla y demostró, con atinadas predicciones acerca de su comportamiento, estar al tanto de muchos de los problemas fundamentales de la biología, muchos de los cuales sólo se podían explicar a partir de un profundo conocimiento de la estructura del ADN. Dedujo su replicación semiconservativa, ya insinuada en el último párrafo del trabajo en que se propone su modelo estructural.
Crick predijo la existencia de un código genético y mediante sencillos experimentos, demostró que la unidad de cifrado debía ser el triplete de nucleótidos. Predijo la existencia de moléculas de doble especificidad que sirvieran de adaptadores entre los tripletes del ácido nucleico y los aminoácidos. Y existían y hoy los conocemos como los ARN transferentes. Una vez descifrado el código, y descubierta su universalidad, fue Crick quien propuso la hipótesis del tambaleo para explicar de modo operativo la degeneración encontrada en él.
Basándose en esa degeneración, en la abundancia entre los seres vivos de los aminoácidos más degenerados y relacionando este dato con el hecho de que éstos son precisamente los aminoácidos que se pueden sintetizar de modo abiótico, propuso una teoría acerca de la evolución del código genético, la única teoría explicativa de que disponemos acerca de este proceso.
Como un modo de adentrarse en el funcionamiento del programa genético, estudió procesos de desarrollo y últimamente trabajaba en problemas acerca de la consciencia.
Su autoridad científica llega a ser tal, que cuando comenta la posibilidad de que la vida en nuestro planeta proceda de otro, la llamada teoría de la panspermia, nadie la ataca debido a venir amparada por el prestigio intelectual de quien la propone.
Crick fue más un teórico que un experimentador y defendió ardientemente que teorizar es una actividad necesaria en biología, no solo para sistematizar y explicar los fenómenos, sino también para estructurar bien las preguntas científicas que, actuando como motores del saber, deben ser planteadas y, posteriormente, respondidas. Una vez definidas correctamente esas preguntas, es cuando se puede comenzar a buscar las respuestas apropiadas. Amante de la abstracción, muchas veces encontró las respuestas concretas después de haberse abstraído con ellas durante un tiempo más o menos largo.

Existe un tema que creo oportuno recordar ahora, o al menos indicar como punto de reflexión entre nosotros. Recuerdo haber oído comentar, cuando se les concedió el Premio Nobel a Watson y a Crick, que se había premiado un trabajo de investigación básica y que, de seguir por ese camino, pronto se premiarían trabajos carentes de utilidad. Pasados mas de cincuenta años del descubrimiento de la doble hélice, a nadie se le escapa lo fuera de lugar del comentario. Mucho del desarrollo de la biología molecular y de la biotecnología, se debe al conocimiento que poseemos de esa estructura. Lo que en aquel momento pudo haber parecido un estudio sin mayor trascendencia que el incremento del conocimiento, con el paso de los años ha pasado a ser la base de múltiples y sólidas aplicaciones en los más diversos campos del conocimiento. No es mi deseo polemizar sobre este tema aquí, en este momento, pero sí deseo recordar el calificativo de “investigación básica”, con un cierto tono peyorativo, que algunos aplicaron al trabajo realizado por estos dos investigadores.

Ateo beligerante, y no deja de ser extraño que lo confesase en una época en que estas actitudes han pasado al campo de lo personal, deseaba sustituir las explicaciones religiosas acerca de la vida por explicaciones científicas. Hoy no es precisa la idea de un Dios todopoderoso para explicar el universo, ni para llegar a sus últimas causas o consecuencias. A veces parece que las vías de Santo Tomás servían para explicar lo inexplicable. Allá donde era incapaz de llegar la ciencia con sus explicaciones, la idea de un Dios llenaba el vacío conceptual que se generaba. Hoy no se necesita esa idea de Dios, pues casi todo dispone de explicación y sabemos que aquello que hoy carece de ella, un día u otro la tendrá. La idea de Dios no es precisa para explicar nada. Pero esto mismo no elimina su idea, pues si bien no es científicamente preciso creer en él, eso mismo hace que la fe en un ser supremo sea un acto de suprema libertad. Se cree porque se quiere creer, no porque se necesite.
Esa voluntariedad en la fe es también una contribución más de Francis Crick al mundo de las ideas, a nuestro mundo.

Se ha dicho, tal vez con cierta insistencia, que Francis Crick no ha dirigido muchas tesis doctorales, no ha hecho un equipo investigador ni deja escuela, sino que más bien siempre le ha gustado trabajar con un solo colaborador. Algunos lo dicen, incluso, como lamentando una supuesta esterilidad de un trabajo que, en otras circunstancias, habría sido tremendamente fecundo. Yo miro a mi alrededor, a los biólogos moleculares, a quienes trabajan con los ácidos nucleicos, veo lo que piensan, cómo programan los estudios, cómo hacen investigación, cómo se interpretan y plantean los experimentos y veo que todos ellos están inspirados de uno u otro modo en los trabajos y conceptos de Crick. Entonces comprendo que todos, todos los que más o menos directamente trabajamos con los ácidos nucleicos formamos parte de esa gran escuela fundada por Francis Crick.


Hasta aquí, he presentado ante ustedes mis reflexiones personales sobre la figura de Francis Crick. Permítanme ahora que comente un dato y un sueño, también personales.
El dato es que estoy muy orgulloso de formar parte de una Facultad Universitaria que, en un momento concreto, decidió por unanimidad dar el nombre de Francis Crick a una de sus aulas. Este dato fue conocido por él y lo agradeció mediante una carta autógrafa que está en el Decanato.
El sueño se refiere a una época pasada, incluso diría que lejana. Cuando yo fui Secretario General de esta Universidad, el Prof. Enrique Vidal Abascal venía con cierta frecuencia a visitarme y charlábamos de mil cosas a la vez que paseábamos por la Plazadel Obradoiro. Recuerdo que un día, en mitad del paseo se detuvo, me cogió del brazo y mirándome a los ojos me dijo que la vida era corta, pero que si estaba bien aprovechada, podía ser muy fecunda.
Ahora mi sueño consiste en imaginar que, en caso de estar presente Francis Crick con nosotros, le habría dicho al Prof. Vidal:
- Enrique: me has quitado la frase de la boca...
Señoras y señores, compañeros todos, Muchas gracias


 El texto de esta publicación corresponde a la conferencia que pronuncié en la Facultadde Bioloxía de la Universidad de Santiago de Compostela, con motivo de la festividad de San Alberto Magno, patrono de las Facultades de Bioloxía, Física, Matemáticas, Química y Ciencias, el día 15 de noviembre de 2004.