Cada edad tiene sus modos de viajar y así lo he vivido. Recuerdo mis viajes de cuando tenía veinte años. Entonces, todo era como un correr atolondrado intentando ver todo, no dejar nada sin fotografiar. Subir, bajar, entrar, salir, ajetreo sin fin, terminar cansado y, la verdad, no recordando bien si las estatuas ecuestres estaban en la fachada de la catedral de Chartes o en la de Estrasburgo, ni a qué catedral de estas dos le faltaba una torre. Lo mismo me ocurría con museos, paseos, calles. Lo veía todo, eso sí, y consideraba un verdadero triunfo mi viaje. Ya en casa me recreaba contemplando las diapositivas de los lugares en los que había estado e intentaba comentarlas a quien me quisiese prestar atención.