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miércoles, 12 de agosto de 2015

Recuerdos en la Cocina del Museo

LAREIRA DEL CONVENTO
Siempre he escuchado el calificativo “desertor del arado” como algo despectivo relativo a alguien que, precedente de antepasados labriegos, reniega de esa procedencia haciendo gala de un supuesto origen urbano. No obstante, esas deserciones del arado se huelen en cuanto los desertores abren la boca para decir dos palabras seguidas.


Pero voy a lo mío. En la antigua cocina del convento que hoy ha dado lugar a la sede del Museo Provincial de Lugo, hay una amplia, bonita e interesante colección de utensilios antiguos de cocina. Bien dispuestos, yo diría que casi con mimo, se han ido situando casi en los lugares en los que, antaño, habrían desempeñado la función para la que estuvieron diseñados.

La lareira, el lugar en que se hacía el fuego, está preparada como para acarrear leña y encenderla ahora mismo. Todas las piezas en sus sitios, parecen esperar una palabra mágica que las despertase de un sueño que viene desde vaya uno a saber cuándo. Jarras de barro colocadas en repisas, parecen hoy formar hermosos bodegones en los que el negro de las piezas de Gundivós juega felizmente con el encalado de las paredes. Lo mismo ocurre con las múltiples sartenes de mango largo, tan largo que permite acercarlas al fuego sin quemarse, que forman elegantes conjuntos en sus repisas y alzaderos.

MOLINO DE CAFÉ, JARROS, CERNIDOR
CESTO DE HUEVOS
Bajo un banco situado al lado del fuego, hay barrotes verticales que configuran una jaula. Sirvió para encerrar en ella gallinas o conejos. Calentitos, pasaron allí sus tiempos de productores domésticos antes de terminar en potes, cazos o sartenes.

Hubo un tiempo, no muy lejano, en que tras esos barrotes se colocaron gallinas disecadas para dar efecto de realidad, pero el efecto que daban no era el que se pretendía. Entonces, había también dos maniquíes en otro banco, vestidos de viejos (no de ancianos, de viejos). Su efecto no era el costumbrista pretendido y recuerdo más de un grito de sobresalto sorprendido por parte de algún visitante no avisado. Hoy todo aquello se ha retirado y la cocina luce limpia, sin esos pretendidos recuerdos ambientadores.

La visita a la cocina suele gustar mucho. Además, hay paneles que indican los nombres de los diferentes utensilios expuestos. Hay útiles diversos en estantes, repisas, sobre la mesas. Todos con su utilidad específica: transportar agua, hacer manteca, enjuagar platos, hacer filloas (nuestras crepes), hacer “flores”, que eran postres carnavalescos. Incluso hay una especie de jaula colgada de la pared, para tener en ella los quesos y protegerlos de indeseadas visitas de ratones. Hay, también, una jarra de Bonxe para vino, con tres pitorros: dos de broma y uno de verdad, con los que se pretendían ratos de juerga.

A veces, los visitantes llegan a la cocina, ven lo que hay en ella, en
SARTENES, CAZOS PARA PROBAR
GUISOS, APARATOS PARA HACER
FLORES
todo caso fotografían algo que les llama la atención y siguen su visita, parece que indiferente. Pero hace unos días vino alguien singular. Se trataba de una elegante mujer, vestida al modo veraniego, que enseñaba aquello a una pareja amiga. Era la primera visita que hacían al Museo, por tanto, ninguno sabía lo que encontrarían al entrar en la cocina. Desde el mismo umbral, la mujer de la que hablo se emocionó y lo manifestó a sus acompañantes.

Poco a poco reconstruyó para quienes estábamos allí el nombre y la utilidad de cada una de las piezas allí expuestas. No sólo eso, evocó su uso en una casa que fue de sus abuelos y a donde ella fue en más de una ocasión, quedando su memoria vinculada a aquel sitio y a aquel tiempo. Nos contó usos, trucos, mañas, y más detalles de su infancia que estaban despertando al conjuro de la visión de tantas cosas, para ella, hermosas. También, para quienes estábamos en la cocina, todo lo expuesto cobró nuevo significado, más vivo y profundo.

Pienso en esta mujer, elegante ella, que para nada ha renunciado a sus orígenes aldeanos y que es feliz al ver muchos objetos que se los recuerdan, ahora elevados a la dignidad de objetos de museo. Seguro que al verlos revivirá muchas escenas queridas de su infancia y agradecerá que en ese lugar se mantengan, con la dignidad que ella cree que merecen, esos exponentes de un tiempo pasado, superado, querido y, en muchos aspectos, añorado. No se deben, ni pueden, añorar los aspectos negativos de aquel modo de vida, pero sí otros, positivos, que se han ido abandonando con un necio afán de falsa modernidad.

Estaba feliz rememorando todo aquello y transmitiéndonos aquella
COLGADO DEL TECHO, DEFENDÍA
DE LOS ROEDORES
sana felicidad de quien nunca ha renegado de unos orígenes que, vaya uno a saber qué causas, se fueron quedando atrás en su vida, pero que estaban en su memoria como cimiento de su manera de ser, de su vida. Sus acompañantes la escuchaban embelesados ante tanto relato y yo también, pues al poco me sumé a la conversación.


Pienso en muchos desertores del arado que, sin ellos saberlo, nos dan un pésimo espectáculo de su modo de hacer las cosas. Me duele por ellos ese desarraigo cruel de sus esencias familiares y locales. ¿Qué recuerdos de su infancia serán los que evoquen con cariño? Me resulta muy doloroso, incluso por ellos mismos, constatar como esas personas pretenden vivir de espaldas a sus orígenes. Lo considero como una deserción en toda regla. Conocí a un personaje, supuesta y oficialmente culto, cuyos padres eran de una aldea de Ourense y no quería que viniesen a Santiago a visitarle, pues al verlos se comprobaría su origen aldeano.

Creo que esta cocina del Museo Provincial de Lugo, con sus enseres adecuados y sus casi seis siglos de funcionamiento, debería ser considerada como un santuario de las raíces de la gente de aquí, de la nuestra. Hay mucha vida alrededor de esta lareira. En muchas cocinas como ésta se fraguó la mayoría de la actual población de Galicia. En cocinas como ésta se consolidaron muchos noviazgos con sus posteriores casamientos. Aquí se cocinaron muchos platos que hoy seguimos consumiendo; se contaron muchas historias que hoy siguen vivas en nuestra tradición; se vivieron momentos históricos determinados. En esta cocina se cocinaban los alimentos de los frailes de entonces cuando, fuera, se desarrollaba la guerra de los Irmandiños. Seguro que en esta cocina se comentaron las novedades de un mundo nuevo descubierto más allá de Finisterre… por esta cocina pasó la vida en boca de unos frailes jóvenes, ilusionados y ansiosos de hacer y servir bien al mundo. Todo eso hasta que la desamortización de Mendizábal cortó la actividad haciendo que se apagase para siempre el fuego de la lareira.


Es el lugar que más respeto me inspira en el Museo Provincial de Lugo, el que visito con mayor recogimiento y en el que, por lo que cuento aquí, he vivido horas de alegre emoción. Porque sí, también el Museo es un lugar que sirve, que debe servir, para dignificar los recuerdos.

jueves, 6 de agosto de 2015

Sin agua en el Museo

EL POZO DEL CLAUSTRO
Originalmente, el edificio que alberga el Museo Provincial de Lugo fue un convento franciscano. Dicen que lo fundó San Francisco cuando iba de camino a Compostela. Puede ser cierto. El convento debió de tener muchos frailes, lo deduzco a partir de las dimensiones del claustro, pero todo terminó con la desamortización de Mendizábal. La iglesia conventual pasó a ser la actual parroquia de San pedro, y el edificio al principio albergó a militares y hoy es sede del Museo.


Su pasado conventual se puede rastrear en múltiples detalles. El antiguo refectorio hoy es sala de exposiciones itinerantes y salón de actos. El claustro acoge múltiples colecciones valiosas relativas a historia local. Además, está la antigua cocina, donde se expone una amplia colección de utensilios propios de su pasada actividad, pero también encuentro en ella indicios de otro tiempo que, a veces, me ofrece la opción de reflexionar.

EN VASIJAS COMO ESTA, LLAMADA SELLA,
SE TRAIA EL AGUA DESDE EL POZO
Aunque hay fregaderos, vertederos se llaman por aquí, no hay grifos ni tuberías. En un vertedero sí hay uno con su base removida que nos hace pensar en un depósito que, mediante artilugios concretos, descargaría agua. El agua provendría del pozo central del claustro, que se traería hasta aquí en sellas. Un agua utilizada para cocer, beber, lavar y, una ver realizada estas funciones, se echaría a la huerta para regar.

Muchas veces he pensado en ese ciclo del agua del pozo y en su actuación sobre la salud de la gente de aquella época, cuando tener pozo era un bien preciado pues, en caso de carecer de él, era conveniente proveerse del agua o bien en las fuentes públicas, o comprarla a quienes  lo tuviesen.

Me entra cierta tristeza respetuosa viendo esta cocina y pensando en las condiciones sanitarias de entonces. Me duelo que haya quienes nos hagan creer que “cualquier tiempo pasado fue mejor”, sin tener en cuenta la expectativa de vida de los que vivieron en aquellos tiempos, los que ahora se añoran. Muchos ignoran las causas de muerte de entonces, la mayoría de ellas superadas en la actualidad. No pocas mujeres murieron de infección contraída tras su primer parto.

En las ciudades, el acceso a los bienes sanitarios ha sido rápido. La limpieza se ha
vuelto casi un patrimonio de todos. Recuerdo, cuando yo era niño,
UN FREGADERO
un dicho que tal vez hoy se ha olvidado. “agua corriente, no mata a la gente…” Detrás de esta frase siempre creí ver un deseo de tener salud y disponer de sus medios. Este sueño de limpieza, este afán, nos viene de lejos. La limpieza como un bien a alcanzar, con su contrario como algo a erradicar: “Concebida sin mancha…” “Pobres, pero limpios…” “Limpieza de sangre…” “El honor mancillado…” Frases e ideas presentes en nuestro hablar cotidiano, llenas de sentido.


La limpieza, un bien preciado que se consigue gracias al agua y al jabón y cuya costumbre nos viene de los árabes. Dicen que los españoles somos muy dados a lavarnos, creo que es una herencia de ocho siglos conviviendo con ellos. En este plan, una de las denuncias admitidas por la Inquisición era que alguien “se lavaba mucho”, pues ese afán por el agua podía ser considerado signo de herejía. Los cristianos se lavaban poco, por eso olían mal. Cuando Isabel, reina de Castilla, decide no bañarse hasta estar en Granada, sólo está aplazando su baño inmediato para un mes o dos meses más tarde, que podría ser la frecuencia con que lo hacía.
OTRO FREGADERO

Mucha gente sólo se lavaba antes de ir al médico. Por eso, hacia mediados del siglo pasado, cuando alguien se cambiaba de domicilio y comentaba las excelencias del nuevo, al indicar que tenía baño, bajando la voz, añadía “Dios quiera que no se tenga que usar…”

Todo esto cambió a partir de mediados del siglo XX, que representó una gran revolución en el mundo de la higiene, personal y colectiva. El uso del agua se popularizó y muchos vieron sus propiedades benefactoras.


CON GRIFO RUDIMENTARIO
Recuerdo todo esto en la cocina del Museo Provincial de Lugo. Un exponente de un modo de vida, de cocinar en este caso, que ya es tiempo pasado. Hoy se tienen muy en cuenta las condiciones higiénicas en las que se desarrolla nuestra vida. Incluso hay leyes que lo previenen. Las cosas han mejorado y, la verdad, no todo tiempo pasado fue mejor. 

Por otra parte, sabemos que esa agua corriente, la que no mata a la gente, sigue siendo un bien escaso en muchos países del mundo, y se transige con que se la comercialice con precios abusivos.